lunes, 29 de agosto de 2022

Pequeños engaños de nuestras mascotas

 He vivido estas experiencias, de modo que después tuve que actuar con tranquilidad y cautela para así no caer en el "juego" y evitar tropezones o sobresaltos.

Mi loro Pedro —sí, así de original era su nombre— ya era un caballero de 35 años cuando lo empecé a cuidar, al casarme, puesto que era de mi esposo desde hacía años.

Pedro vivía en una enorme jaula que yo misma le hice, ya que no debía andar suelto, no tenía buen carácter con cualquiera, sólo conmigo. La jaula estaba cerca del lavadero, en donde pasaba mis buenos ratos diarios acondicionando la ropa de la familia, Pedro era mi compañero y cantábamos a dúo, aunque él llevase la mejor voz.

Cierta vez escuché el timbre, me sorprendí bastante, porque eran las diez de la noche y no es común que alguien te visite a esas horas. Mi casa es muy larga, corrí a la puerta y tras la ventana no vi a nadie. Volví sobre mis pasos y Pedro me miraba de lado con su ojito brillante, esperando que le rasque la cabecita. Al rato se escuchó el timbre otra vez y ahí caí en la cuenta de que no era tal, sino una imitación perfecta, en sonido y volumen, de la chicharra que estaba sobre la pileta del lavadero, ahí nomás de la distancia de la jaula.

Los demás timbres que sonaban en el tiempo siguiente, mientras vivió Pedro, hicieron que yo no corriera más hacia la puerta, por las dudas, no sea que fuese una broma más del pícaro lorito cantor.

Foto ilustrativa de Google.

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